Ponencia marco “Esperanza y respuesta cristiana ante la crisis” presentada en el XIV Congreso Católicos y Vida Pública.

Estimado congreso, Estimado Sr. Presidente, Señoras y señores,

Para empezar, quisiera decirles que no son ustedes, sino yo quien debe estar agradecido por poder estar aquí. Y a mi amigo le agradezco que, durante nuestro último encuentro, obtuviera de mí la promesa de que, cueste lo que cueste, estaría aquí con Ustedes en Madrid en noviembre. El presidente me dedicó muchas alabanzas durante su introducción. Uno se siente en una situación algo embarazosa cuando le alaban en público, aunque, al mismo tiempo, en el fondo también le sienta bien. Los estadounidenses, con su ligereza habitual, tienen un dicho para estos casos, que reza: si mis padres estuvieran aquí, mi padre estaría orgulloso, mientras que mi madre se lo hubiera creído todo al pie de la letra. Pues así estamos con las alabanzas

Señoras y señores,Antes de todo, yendo más allá del marco de esta conferencia, permítanme transmitirles los saludos de los húngaros. Saludos del país del que Europa recibió a Santa Isabel, tema que es hoy de especial actualidad. Agradezco a los dirigentes eclesiásticos que oficiaron esta mañana la santa misa el amable gesto que tuvieron al hablar de Hungría y de Santa Isabel durante la homilía. Pues bien: yo vengo de ese país. Y para ser también un poco seglar, mencionaré que Hungría, aparte de Santa Isabel, también aportó a la cultura europea a Ladislao Kubala y a Ferenc Puskás, quienes consideraban a España como su segunda patria, y a quienes España quería como a sus hijos.

Queridos amigos, Señoras y señores,

Nosotros, húngaros, entendemos el sufrimiento actual de los españoles, entendemos la dura lucha que libra el gobierno español contra la difícil situación económica que heredó. Comprendemos la decepción, impaciencia e irritación de los españoles. A nosotros, los húngaros, también nos tocó y nos toca vivir lo mismo. Por eso compartimos lo que sienten los españoles y somos solidarios con ellos.

Señoras y señores,

El pueblo español ama la libertad, al igual que el húngaro: miran con orgullo hacia su propio pasado, y no permiten que una serie de burócratas y especuladores financieros pongan en peligro el trabajo realizado por sus abuelos para reconstruir su patria destrozada por la guerra civil. La sucesión de huelgas y manifestaciones por todo el continente europeo deja clara la voluntad generalizada de la gente por recibir una respuesta a sus preguntas: ¿Cómo se pudo derrumbar ese sueño que representaba para todos nosotros la Europa común? ¿Cómo perdió Europa su competitividad? ¿Cómo se pudo endeudar hasta la médula? ¿Por qué no se adaptó a tiempo, de forma planificada y sin sacudidas, al mundo cambiante y cambiado? ¿Por qué nos caen encima ahora todos los males, demoliendo el modo y el nivel de vida de millones de familias? Son preguntas espinosas. Hay algo, relacionado con la introducción, que les puedo decir con seguridad: tampoco yo creo que estemos en una crisis meramente coyuntural. No se trata de que, en lugar de la coyuntura anterior, ahora tengamos en la economía europea una situación de “descoyuntura”; no, esto es harina de otro costal. Creo que tenemos que hacer frente a la realidad en lugar de engañarnos. En el mundo se está operando una mudanza de fuerzas que imposibilita que el mundo posterior a la crisis –incluyendo Europa y la vida europea- sea como el de antes de ella. Nuestra vida nunca volverá a ser como antes de la crisis. De ahí que no basten las reformas políticas o estructurales, al menos así lo vemos en Hungría. Los húngaros consideramos que nuestra patria, Hungría, necesita una renovación total, una reorganización radical que abarque todas sus dimensiones: intelectual, moral, espiritual, económica y social. Esto nunca es fácil, ni cómodo.

Señoras y señores,

¿Qué pueden esperar de mí en la conferencia de hoy? Primero aclaremos lo que no pueden esperar de mí. No soy sacerdote, ni dirigente eclesiástico; tampoco soy filósofo, ni científico, así que no cabe esperar de mí un enfoque teológico, filosófico, ni científico. Como dicen los ingleses: soy un “doer”, uno que actúa. Un hombre, para quien la política es su vocación, que justamente ahora ocupa el cargo de primer ministro, y que actúa. Permítanme unas palabras sobre mí: soy de origen plebeyo, vengo de una pequeña aldea, me diplomé en la facultad de derecho y luego también hinqué los codos en Oxford. Participé en la lucha política ilegal contra el comunismo y la Unión Soviética, organicé movimientos juveniles, luego fundé un partido y clavé mi propio clavo –uno, el que me correspondía- en la tumba del comunismo. A los veintiséis años fui elegido diputado y a los treinta y cinco primer ministro. Tras cuatro años en dicho cargo, quedé relegado a la oposición, y ocho años más tarde, en 2010, volví a ocuparlo con una mayoría de dos tercios de los escaños. En virtud de nuestro sistema electoral, el 52 % de los votos representa las dos terceras partes de los escaños en el parlamento húngaro. En consecuencia de todo lo anterior, lo que les voy a decir hoy emana de la experiencia obtenida en la política centroeuropea y europea; no es fruto de una argumentación teórica –a pesar de que me gustan los ejercicios mentales-, sino de conocimientos prácticos, experiencias y vivencias personales. La experiencia de 30 años de labor política; de 30 años sobre el escenario político, un escenario del que es bien sabido que sus tablas sin lijar acaban hiriendo profundamente los pies.

Señoras y señores,

A todos los hombres comprometidos con la tradición cristiana, sean clérigos o seglares, católicos o protestantes, les une un mismo sentimiento común: la responsabilidad del vigía. Como podemos leer en el libro de Ezequiel, si el vigía ve acercarse al enemigo armado y no toca la trompeta para alertar al pueblo, Dios le pedirá cuentas a él por las vidas de los fallecidos. En mi opinión, a los dirigentes eclesiásticos y seglares -y por lo tanto también a los políticos- Dios nos ha nombrado vigías. Por ello, conscientes de esa responsabilidad, debemos exponer que la crisis económica y monetaria que asola Europa no es un hecho aleatorio que puedan resolver algunos hábiles tecnócratas. La crisis que devasta el continente es fruto de una decadencia que lleva mucho tiempo presente en Europa. Considero que debemos expresar que hoy, en Europa, se están cuestionando formas de convivencia humana como la nación o la familia, de la misma forma que en la vida económica el sentido original del crédito y el trabajo han quedado sumidos en la incertidumbre. Todo esto se debe a que entidades de tanta importancia como el trabajo, el crédito, la familia y la nación se desvincularon de ese cimiento moral que les brindaba el cristianismo, perdiendo con ello su peso y su valor durante las últimas décadas. No sé cuándo comenzó este proceso, quizá los historiadores lo sepan, pero constato que para hoy se ha instaurado una situación en el continente -al menos ciertamente en la política- en la que Europa se avergüenza de sus raíces. De ahí que en el nuevo tratado fundamental de la Unión la referencia a las raíces cristianas brille por su ausencia. No se olvidaron de mencionarlo, sino que en el amplio debate europeo fueron mayoría los que se opusieron a dicha referencia. Robert Schuman, uno de los padres del pensamiento europeo, dijo que Europa será cristiana, o no será. Hoy, en cambio, hemos llegado a una coyuntura en la que la mayoría de los políticos europeos se afanan, es más, hacen todo lo que está en su mano para relegar el cristianismo a la vida privada, a las iglesias y a los libros de historia.

Señoras y señores,

Si un país islámico se avergonzase de las doctrinas del Corán merecidamente se ganaría la ira de los restantes países islámicos. Si en la India alguien disputase las bases del hinduismo, o en China las del budismo, se vería rápidamente sumido en la incomprensión. En Europa, en cambio, constato que la incomprensión rodea precisamente a quienes en la vida social y política quieren pensar y actuar de conformidad con el sistema de valores cristiano. Volviendo a la crisis, en el mundo moderno compruebo que, en tiempos de crisis como los que vivimos, en todas las economías nacionales con éxito -que las hay, aunque sea fuera de Europa- existe una fuerza motriz espiritual: en los países latinoamericanos el catolicismo; en la India ese hinduismo que insta a la serenidad; en China ese budismo basado en el respeto al trabajo. También el capitalismo en Europa debe su origen a principios espirituales: no podría haber nacido sin cristianismo. Sin embargo, hoy a menudo se burlan de los que no consideran su profesión una mera fuente de ingresos, sino una vocación; de los que quieren conservar el orden del mundo creado, en lugar de explotarlo; de los que afirman el reconocimiento de que Dios les ha hecho responsables de las comunidades de las que forman parte. Esta Europa secularizada mira ya con escepticismo hacia las formas de convivencia tradicionales como la nación, las congregaciones o la familia, como si fueran meros trastos remanentes del pasado, y sencillamente ignora el fenómeno de que muchos, millones de personas son ya incapaces de vivir sus relaciones humanas en toda su auténtica profundidad. Concomitantemente, la población europea sufre un proceso de disminución continua, porque la familia es objeto de constantes ataques, y muchos conciben la procreación como un obstáculo que se interpone a su realización personal. La reducción de las comunidades familiares basadas en un compromiso estable es una tendencia generalizada en Europa; también mi país, Hungría, padece la presencia abrumadora de este fenómeno. En Hungría, el porcentaje de niños nacidos fuera del matrimonio alcanza el 42 %, y 30 años es la edad a la que las mujeres tienen su primer hijo -no antes, sino sólo después de los 30 años. En Europa, Hungría -el país de Santa Isabel- está entre los países donde menos voluntad de procreación existe, y los problemas existenciales derivados de la crisis solamente explican este fenómeno en parte. Nuestro pueblo padece males más profundos.

Estimado congreso,

En Hungría las comunidades eclesiásticas tuvieron que superar duras pruebas durante el comunismo. La política de persecución de la iglesia, primero abierta y luego subrepticia, que aplicó la dictadura, tenía por objeto romper la vinculación de los húngaros con sus propias iglesias. Y aunque no consiguió destruir el compromiso de los húngaros con sus congregaciones, sí que lo debilitó. Según datos de los censos de población más recientes, el 95 % de la población adulta húngara afirma pertenecer a alguna confesión, pero sólo el 14 % de ellos va a la iglesia con regularidad semanal. Muchos responden afirmativamente cuando se les pregunta si son religiosos, pero al interrogarles sobre lo que eso significa, la encuesta demuestra claramente que la mayoría afirma ser religioso a su manera, y pocos son los que reconocen ser religiosos de conformidad con las doctrinas de la iglesia. Estamos ante signos extremadamente interesantes, pero también han de servir de advertencia.

Estimados señoras y señores,

A fin de cuentas, puedo afirmar que esta Europa -con Hungría en su seno- que reniega de sus raíces cristianas, esta Europa que envejece paulatinamente, se parece al hombre que, según la tan conocida parábola cristiana, construyó su casa sobre arena. Llegó la corriente y, al chocar contra la casa, la dejó al borde del desmoronamiento. Europa solo es parcialmente culpable de provocar esta corriente, pero lo es totalmente de su incapacidad casi absoluta de resistir al empuje de la misma, y lo que subyace a los problemas, la causa profunda de la debilidad de Europa, es la crisis de la nación, la comunidad y la familia, precisamente los cimientos que nos había llevado al éxito en las primeras épocas del capitalismo. Los mismos que convirtieron a Europa en potencia dominante en el mundo, la hicieron fuerte, justamente porque entonces los negocios, la economía, la familia y la nación aún se inscribían en un sistema moral cristiano.

Querría destacar un aspecto concreto, el crédito, para demostrar lo anterior: si traducimos al húngaro el término “usura” en su acepción del Antiguo Testamento, significa “morder al prójimo”, como la serpiente muerde a los hombres. Es lógico que la iglesia católica haya decretado la prohibición de percibir intereses: querían proteger a la población de los sufrimientos causados por la despiadada usura. En tiempos de la Reforma cambió la posición al respecto, pero aún era posible algo que en el mundo actual resulta difícil de concebir: que un banquero de Ginebra, por ejemplo, escribiera una carta al pastor protestante de su ciudad para preguntarle bajo qué condiciones y en qué medida resulta admisible el cobro de intereses. ¡Y se lo preguntaba a un eclesiástico!

No obstante, ya desde el capitalismo temprano se reconoció el crédito, haciendo posible que dicho término asumiera un contenido moral. En aquel entonces la confianza, la inviolabilidad de la palabra dada, la honradez en el negocio eran indisociables del crédito. No soy un romántico cándido: es evidente que ya en aquellos tiempos existía la codicia y el afán de lucro. Pero ello no menoscaba la importancia que reviste que entonces todas las cuestiones relativas al crédito estaban enmarcadas en un sistema de valores y comportamiento cristianos, subyugadas al arbitrio cristiano. Si hacemos hoy un análisis de los endeudados países europeos veremos que los créditos que causan su sufrimiento ya nada tienen que ver con ningún principio moral. Hoy se puede acceder al crédito en condiciones que amenazan la soberanía de algunas naciones, y los acreedores obligan a los gobiernos a quitarles el dinero precisamente a los que más se lo tendrían que dar.

Estoy convencido de que una Europa basada en un sistema de valores cristianos quizá no habría permitido que las personas asumieran créditos irresponsables, dilapidando el futuro de sus familias. En Hungría tenemos un millón de familias en esta situación, un millón de familias en quiebra. Una Europa basada en un sistema de valores cristianos tal vez hubiera advertido a todos que, antes o después, hay que ganarse cada euro trabajando, también los procedentes del crédito. Una Europa basada en un sistema de valores cristianos quizá habría preferido conceder créditos a los que demostrasen estar trabajando y querer trabajar por ellos. Una Europa común basada en un sistema de valores cristianos tal vez nunca hubiera permitido que países enteros se sumieran en la esclavitud del crédito. Ésta es una cuestión acuciante para la nación española. No es asunto mío, yo asumo la responsabilidad por Hungría, pero quisiera advertirles que España se encuentra muy cerca de hundirse en esa esclavitud del crédito; y nunca debemos olvidar que existen dos formas de someter a un país: con el yugo de la espada o con el de la deuda. Y finalmente, una Europa basada en un sistema de valores cristianos, en lugar de mantener la política vigente, probablemente apostaría por una que distribuyera de forma justa la carga de la actual crisis económica.

Señoras y señores,

Si hoy en Europa un gobierno se ve obligado a solicitar un crédito de organizaciones europeas o internacionales, le imponen la introducción de una serie de medidas que hacen que caiga en el descrédito ante su propio electorado. A largo plazo, las directrices y medidas de austeridad que exigen hoy, acaban por redundar en detrimento de la población, los gobiernos e incluso los acreedores, con lo cual ni tienen provecho, ni tampoco resulta correcto obligar a ellas a los gobiernos nacionales, porque si como consecuencia de los numerosos recortes y medidas de austeridad se desmorona el orden, se eclipsa la estabilidad social y se difuminan en la incertidumbre los marcos de la vida económica, entonces: ¿Quién va a trabajar por los euros prestados para poder amortizar el crédito? El caso de Grecia no es solo el caso de una nación, sino una advertencia para toda Europa. Desgraciadamente, señoras y señores, por experiencia propia les puedo confirmar que en Europa la crisis moral más grave se constata precisamente en aquellos dirigentes políticos y económicos que subyugan a sus propios intereses a corto plazo, tanto económicos, como de carrera, cualquier otra perspectiva. Tal y como está escrito: “Porque la raíz de todos los males es el amor al dinero, por el cual, codiciándolo algunos, se extraviaron de la fe y se torturaron con muchos dolores”. La crisis moral también queda patente en los líderes que, promulgando la filosofía del “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, o por lo menos la del “mañana no gobernaremos”, fueron capaces de endeudar a países enteros. Esto plantea también graves responsabilidades personales.

Señoras y señores,

Aunque quizá estemos en minoría, seguimos siendo muchos, los que tenemos el objetivo compartido de volver a construir la nueva Europa sobre los cimientos, sólidos como la roca, del cristianismo. Ahora me referiré a Hungría durante dos o tres minutos. Desde el 2010 Hungría persigue dicho objetivo. Habrán oído que hemos elaborado una nueva constitución, que pueden leer incluso en español: un patriota entusiasta la tradujo al castellano, así lo encontré, probablemente se halle en la biblioteca, también yo la conseguí allí. De modo que redactamos una nueva constitución, cuyo primer capítulo, titulado “Credo Nacional”, es su esencia, su marco espiritual, su entibo. La primera oración de la nueva constitución húngara reza: ¡Dios, bendice a los húngaros! Éste es también el primer verso de nuestro himno nacional. La primera palabra de nuestra constitución es “Dios”. Hungría es un país cuyo primer rey, San Esteban, hace unos mil años, habiéndose quedado sin heredero tras la muerte de su único hijo, ofreció la corona húngara a la Virgen María. Es importante: consideramos Hungría como el país que nuestro primer rey consagró a María. No lo sometió a la protección de ninguna potencia extranjera, ni se lo ofreció a ninguna institución financiera, sino a María, y esto queda reflejado en nuestra constitución. Precisamente redactamos una constitución como ésta porque considerábamos que, en aras de la defensa de nuestra propia identidad nacional, debíamos hacer frente a las fuerzas y tendencias intelectuales y políticas europeas que intentan socavar y restringir el sistema de valores, la cultura y la civilización cristianas. Sabíamos que esto desembocaría en una lucha, exactamente como la que se nos describió antes. Las fuerzas europeas que quieren socavar la pujanza del cristianismo son grandes y están bien organizadas; son factores trascendentales en Europa. No nos engañemos, más vale hacer frente a la realidad, pero estoy convencido de que si no oponemos resistencia nos barrerán de la vida pública nacional y europea; por eso Hungría prefirió asumir la lucha. También hemos incluido los siguientes preceptos en nuestra constitución, que les cito: “Proclamamos que la base de existencia humana es la dignidad del ser humano. Proclamamos que la libertad individual solamente puede prosperar en cooperación con los demás. Proclamamos que los marcos más importantes de nuestra convivencia son la nación y la familia; que los valores fundamentales de nuestra cohesión son la fidelidad, la fe y el amor.
Proclamamos que el trabajo y el fruto del espíritu de los hombres son la base de la fuerza de la comunidad y del honor de cada persona. Proclamamos la obligación de ayudar a los pobres y desvalidos. Proclamamos que el objetivo común de los ciudadanos y del estado es la realización de una vida mejor, la seguridad, el orden, la justicia y la libertad. Reconocemos la fuerza del cristianismo como sustento de la nación”. Esto último es lo que dio pie al debate más impetuoso: Reconocemos la fuerza del cristianismo como sustento de la nación.

Señoras y señores,

Hemos llegado a un elemento cuyos particulares quizá podamos desarrollar más durante el debate, así que ahora me limitaré a sugerir su esencia. La política plantea cuestiones dificultosas a los cristianos; a veces cuestiones espinosas de orden moral y personal. La política es un mundo salvaje en el que no es fácil medrar. Un mundo en el que resulta especialmente difícil compaginar el éxito con las normas de comportamiento cristiano. Quizá una de las cuestiones más arduas que todos tenemos que resolver, tanto a nivel personal, como en los programas de los partidos cristianos, es la dificultad de compatibilizar la representación de la verdad con la obtención de la mayoría. Si los votantes nos confieren el poder, debemos ejercerlo defendiendo la verdad del cristianismo en la política, pero, al mismo tiempo, de manera que volvamos a obtener la mayoría. No somos kamikazes políticos cristianos, sino líderes cristianos responsables. Si nuestra verdad no va acompañada de la mayoría política: ¿Cómo vamos a aplicar nuestro programa político? Y viceversa, si ostentamos la mayoría, pero no representamos la verdad: ¿De qué nos sirve la mayoría? Este es un problema que han de resolver todos los políticos cristianos y todos los partidos políticos de raigambre cristiana: ¿Cómo conjugar estos intereses? Evidentemente la respuesta contiene muchos elementos tácticos, y será diferente en Hungría y en España, pero la pregunta es inevitable para todos nosotros. Yo les puedo decir que, por más que haya sido difícil, nosotros en un país indiferente hacia la religión -porque desgraciadamente Hungría es un país más bien indiferente con la religión- fuimos capaces de crear una constitución con cimientos profundamente cristianos en un contexto de democracia política. Creo que el ejemplo de Hungría -y no es por auto alabarnos- representa un estímulo para todo político cristiano, en el sentido de que sí que es posible aprobar una constitución profundamente cristiana, que requiere una mayoría de dos tercios, en un país más bien indiferente con la religión y en un contexto de democracia política. Es una prueba de que la política cristiana sí tiene posibilidades de crear y vencer en este mundo europeo moderno.

A continuación, estimados señoras y señores, permítanme decirles que nuestra constitución se convirtió en blanco de las acciones de la izquierda -así los llamamos nosotros - húngara y europea, a pesar de que la referencia a valores cristianos aparezca en las constituciones de numerosos países. Hay varias constituciones así en Europa: ¿Qué justifica entonces esas acciones alimentadas por el odio, extremadamente fanáticas, que tuvimos que soportar? Me parece importante aclarar que esto no es una lamentación por mi parte. Los húngaros solemos decir que quien tenga miedo, que no vaya al bosque. Sabíamos que esas serían las consecuencias de una constitución como la nuestra. Así que no hay motivo alguno para compadecernos, es más, en secreto les confieso que somos muchos los que en Hungría disfrutamos decididamente esta lucha, nos motiva, creemos que es una lucha por la verdad, que es bueno librarla. Aun así, lo anterior no es óbice para que preguntemos, si hay otras constituciones en Europa que remiten al cristianismo, ¿por qué precisamente la húngara provocó ese desmesurado ataque europeo? Soy consciente de que Ustedes tienen sus propios problemas y preocupaciones, pero si un día pueden, por lo didáctico que es, merece la pena ver la grabación en video de esa reunión acusatoria organizada por la izquierda europea en el Parlamento Europeo en Estrasburgo para discutir y condenar la constitución de Hungría. Tuve la oportunidad de participar en ese debate titánico. Es muy pedagógico, si pueden, véanlo. Merece la pena ver cómo se desarrolla en un escenario abierto la política anticristiana en Europa.

Pues bien, creo debemos los ataques claramente a que los representantes de la corriente principal del pensamiento político europeo, especialmente los intelectuales que participaron en los eventos del 68 y que hoy ostentan importantes cargos de poder, no toleran que el cristianismo vuelva a ser capaz de ocupar posiciones políticas cada vez más decididas. Esa corriente principal europea... -la categorización política es fuente de confusión: evito utilizar expresiones como liberal, de izquierdas y otras similares porque no sé si aquí, en este país, significan lo mismo que en el nuestro, o que en mi mente. Prefiero por lo tanto atenerme a la expresión “corriente de pensamiento principal europea” y decir que dicha corriente dominante tiene una visión sumamente clara del futuro de Europa. Confunden el análisis con el deseo, aunque evidentemente también nosotros caemos a menudo en ese mismo error. Piensan que Europa se dirige, tanto de forma objetiva, como voluntaria, hacia un continente que se transforme de religioso en ateo, que las formaciones nacionales se conviertan en supranacionales y que en lugar de avanzar hacia la familia, lo haga hacia el individuo. Ellos lo llaman progreso, y en la actualidad representa la corriente intelectual dominante en la política europea. Nuestra falta, que por cierto confesamos con orgullo, fue que a finales de la primera década del siglo XXI nos atrevimos a consagrar en una constitución que la religión, la iglesia, la nación y la familia no solo pertenecen al pasado, sino también son el futuro. Ésta es la motivación de ese gigantesco ataque, inspirado por el odio, que pudimos experimentar por doquier en Europa contra la constitución húngara y sus creadores.

Nosotros pensamos, señoras y señores, que la política basada en valores cristianos renovará ahora otra vez a Europa, como lo hizo en el transcurso de la historia. Creemos en las palabras de Robert Schuman: “Europa será cristiana, o no será”. Estimamos que en esta lucha, en tanto que políticos a los que Dios nombró vigías de Europa, tenemos la tarea de devolver a nuestros valores ajados y vacíos su contenido semántico moral cristiano profundo, para que la solidaridad no sea afinidad de valores, sino compromiso con el prójimo; para que la salvaguardia del mundo creado sea programa político; para que el respeto por las personas que trabajan sea tan hondo y firme, que todos los que trabajan -desde el peón hasta el físico nuclear- puedan considerar su trabajo como una especie de vocación sagrada.

Debemos esforzarnos en aras de que ese crédito del que les hablé vuelva a estar determinado por la confianza mutua entre las dos partes. Hemos de regresar a las últimas ideas de la reflexión introductoria. No podemos eludir la pregunta. Contadas veces hablo de ello en público, pero lo cierto es que si queremos alcanzar dichos objetivos es inevitable que nos planteemos la cuestión del cambio personal, del compromiso personal, del ejemplo personal. Para que podamos renovar Europa en el espíritu de los valores cristianos precisamos una cultura política, una mentalidad y comportamiento personales, una gobernanza y un paradigma personal conformes a la doctrina cristiana. Por supuesto, no podía faltar una cita, y opino que nosotros, representantes de la vida pública europea, hemos de tomárnosla muy en serio; es decir: es menester que nuestra política, que la cultura en que se fundamentan nuestros líderes políticos, sea paciente, servicial y sin envidia; que no quiera aparentar ni se haga la importante; que no actúe con bajeza, ni busque su propio interés; que no se deje llevar por la ira, sino que olvide las ofensas y perdone; que nunca se alegre de algo injusto y siempre le agrade la verdad.

Si no somos capaces de conseguirlo, nunca tendremos la mayoría en la política europea.
Señoras y señores, esto es lo más difícil en el mundo de la política, pero tampoco en él veo otra senda que no nos lleve ni al fracaso, ni a la perdición. ¡Recorramos pues este camino, queridos hermanos!

Gracias por su atención.

(Prime Minister’s Office)